miércoles, 26 de enero de 2011

¡Los valores no se transan!

Esta historia, que no inventé yo, es la historia de Juana y Juan, un matrimonio que vive en una casa chiquitita ubicada al otro lado de un pueblo escondido entre los bosques, donde viven algunas familias que decidieron alejarse de las grandes ciudades por motivos hasta ahora desconocidos.

imageJuan debe cruzar todos los días por el puente que lo separa del núcleo urbano para llegar a su lugar de trabajo. Él sabe que su mujer, Juana, lo engaña hace mucho tiempo. Hugo, un joven de 25 años que vive en el pueblo, visita a Juana todas las tardes mientras ella está sola en su casa y su marido trabaja.

Un día, Juana despertó enferma, decaída y con fiebre, con ganas de pasar todo el día acostada y desaparecer para siempre. A medida que pasaban los días, el estado de salud de Juana empeoró. Tenía que visitar al médico, urgente. Le pidió a su esposo que la llevara al hospital que queda en el centro del pueblo, pero él le contestó irónicamente que fuera a hablar con su amante, a ver si él le podría ayudar. Ella desconocía que Juan lo sabía todo.

Juana esperó impaciente al día siguiente la visita de Hugo. Cuando llegó le pidió que por favor la llevara al hospital del pueblo, porque sino moriría. Hugo le explicó que él no es su esposo y que por lo tanto no tiene ninguna obligación con ella. “Que de eso se encargue tu marido”, le dijo.

Juana perdió todas sus esperanzas, iba a morir, sentía que su cuerpo perdía fuerzas, pero de pronto, frustrada y todo, se dijo a sí misma que debía aceptar los hechos y llegar allá por su propios medios. Y así lo hizo. Se puso de pie, tomó su bufanda, se colocó su chaqueta, y salió. image

Afuera llovía muy fuerte. Caminó rápidamente hasta el puente que conecta con el pueblo y antes de que pusiera un pie sobre la primera tabla, un guardia le advirtió desde una torre de vigilancia que no se le ocurriera pasar, pues tenía órdenes estrictas de parte del alcalde de no dejar cruzar a nadie mientras lloviera con tal magnitud. Si alguien osaba desobedecer, él dispararía.

Juana, desilusionada, se alejó sin discutirle ni una sola palabra. Recordó de inmediato que había otro camino. Bajó hasta la orilla del río y vio un bote de madera y justamente al lado un hombre que sostenía unos remos. Se acercó a él y le pidió que por favor la llevara hasta el otro lado. “¿Tienes dinero?”, le preguntó a Juana. Ella negó con la cabeza. “En ese caso no te puedo ayudar”, le respondió el dueño del bote, “ésta es mi única fuente de trabajo”, sostuvo.

Juana no sabía qué hacer. Se le acabaron todos los caminos que le permitían cruzar hasta el otro lado y llegar al hospital. Lloraba, y sus lagrimas se confundían con las gotas de la lluvia que caían con fuerza sobre su rostro. Se lamentaba, pues sentía que todo le estaba pasando la cuenta. image

El viento tomaba cada vez más fuerza y la neblina impedía ver más allá de unos cuantos kilómetros. Pensó que sería posible cruzar sin que el guardia la viera. Al comprender que no tenía otra alternativa se echó a correr, y cuando iba por la mitad del camino, el guardia disparó… ¿Quién fue el responsable de la muerte de Juana? ¿Ella misma? ¿Juan? ¿Hugo? ¿el dueño del bote? ¿el guardia? Cada personaje de la historia representa un valor: Juana, la lealtad; Juan, la responsabilidad; Hugo, el amor filial; el dueño del bote, la solidaridad; y el guardia, la justicia.

Para mí, el primer responsable de la muerte de Juana fue el guardia, pues él le disparó. Para algunos podría ser Juana, como la causante de su propia desgracia. Para otros, Juan, por no preocuparse de su esposa, a pesar de todo. Existen muchas respuestas, y ninguna es necesariamente la correcta. Ahora, si quisiéramos ponernos de acuerdo en qué personaje fue más o menos responsable, sería imposible, porque estaríamos poniendo en juego nuestros propios valores, nuestras propias convicciones, con las que nos enfrentamos en la vida diaria ante diversas situaciones. Por eso digo: Los valores son intransables.

lunes, 24 de enero de 2011

Una página en blanco

Hace varios días que vengo pensando en qué puedo escribir. Tengo algunas ideas a medias que quedaron a medio escribir por un repentino... no sé. Cuesta explicar cómo se maneja el proceso que lleva a la creación, si es que se maneja. Y de cualquier creación, hasta de la que aparentemente no requiere de mayor esfuerzo. Cuesta incluso escribir estas líneas.

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Las ideas llegan como a veces se van, sin previo aviso. Pero no me urge. Espero tranquilo a que aparezcan, espontáneas, brillantes, hermosas, opacas también. A veces se dan prisa, a veces no. Unas requieren más tiempo de reflexión, otras menos. Me acuerdo que una vez las apuré demasiado y no me hicieron caso… y nada me resultó. Otra vez les pedí que se detuvieran porque iban muy rápido y tampoco me hicieron caso; se atropellaron, colapsaron. Tampoco me resultó.

Ahora es distinto. Terminé escribiendo de aquello que no me permitía escribir. Me imagino que fue una solución ingeniosa para una persona que no escribe a contrato ni necesita cumplir con seguidores (fans) exigentes (si es que tiene). Eso sí, por un momento me pregunté por qué… ¿Por qué a veces las ideas se esconden? Están ahí, estoy seguro, pero no juegan. Están ahí, sin fuerza, como palabras que se incomodan entre sí, que se desagradan y no se toman de la mano. Están ahí, chocan y compiten por cuál germinará primero.

imageCuando ya no hay caso y uno tiene varias ideas en mente después de haber leído varios libros y otras cuantas películas, que son historias distintas, con hechos distintos, paisajes distintos, ambientes distintos, personajes distintos, autores distintos, y todo eso por mucho tiempo, uno sabe que tiene que dejar que las ideas fluyan y aparezcan de repente, así como otras veces uno se impresiona cuando un momento se transforma en una historia perfecta que merece ser contada. Así como esta idea que me dio para escribir cuatro párrafos porque me vino de pronto, cuando advertía que no lograría escribir nada por lo menos de aquí a dos semanas, y porque me pareció interesante contarlo.

jueves, 13 de enero de 2011

El mea culpa de un desequilibrado

No quiero que parezca una estupidez si digo que soy un desequilibrado. A ratos, a veces demasiado prolongados, carezco de sensatez y cordura –aunque nunca tanto para parecer un loco– y me dejo llevar por mi carácter compulsivo, o impulsivo, en otras ocasiones. La verdad es que no me lo ha diagnosticado ningún psicólogo, pero no hace falta, pues ya es evidente.

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Puede que exagere un poco, porque la palabra desequilibrado tiene una carga bastante potente que se asimila de inmediato a un estado de desequilibrio mental, pero eso no es lo que yo quiero decir exactamente. Creo que a pesar de todo lo que pueda hacer o decir, mi mente funciona de acuerdo a la lógica de las tres dimensiones. Cuando digo que soy un desequilibrado me refiero a que no me caracterizo por ser una persona que reflexiona cada una de sus acciones. No soy prudente, es verdad, y me dejo llevar por impulsos a veces irresistibles, por la impresión del momento, o por súbitas emociones que me abordan hasta dominarme.

Este tipo de comportamiento me ha significado más de algún problema, sin duda. En una discusión intensa puedo levantar la voz más de lo que yo quisiera debido a la fogosidad con la que expreso mis ideas, sin advertir que puedo causar daño o desconcierto. Cuando alguna situación no resulta como yo quiero o se me escapa de las manos, me enfurezco, y tiendo a reaccionar con agresividad y mal carácter. Las malas palimageabras no se quedan de lado y puedo insultar a destajo a quien me haya fallado sin quererlo… Pero luego me arrepiento.

¿Cuántas veces he debido retractarme de mis palabras, cerrar la boca y pedir disculpas? ¿Cuántas otras me he visto en la obligación de dar explicaciones que justifiquen mis faltas, agachar la mirada y disculparme de nuevo? … A mi corta edad he debido ofrecer disculpas muchas veces, y no lo digo con orgullo.

Hace un par de días, motivado por la curiosidad, leí mi Carta Astral. Allí se me explicaba que mi planeta regente natal, es decir, el que influye fundamentalmente en mi comportamiento, es, en ascendente Aries, Marte. Marte, decía la carta, es el astro de la energía dinámica, de los impulsos poco reflexivos, de la agresividad y del mal carácter. Y seguía así: “Por todo ello, precisa ejercer el autocontrol, el autobalance y el autodominio sobre sus reacciones cotidianas. No piense que con dar un acelerón es suficiente para llegar antes al punto de destino. A usted, posteriormente, lo que más le cuesta es continuar el esfuerzo que puso en movimiento, pues ello yaimage requiere una cierta dosis de paciencia y perseverancia, cualidades que le cuesta un tanto proyectar”.

Por ahora no me interesa poner en cuestionamiento la astrología, porque ni siquiera la entiendo a cabalidad. En cambio me detengo en esas palabras dichas, las retengo en mi mente, las pienso, las reflexiono y, sin ir más lejos, pretendo ponerlas en prácticas, porque cada vez me convenzo más de que soy un desequilibrado.

domingo, 9 de enero de 2011

Soy pesimista: vamos por mal camino

Soy pesimista, porque pienso que todo tiene un límite y que esto, en algún momento, va a colapsar. Podría ocurrir hoy o mañana, o quizá se trata de un proceso de largo aliento que recién está comenzando. No soy un profeta ni mucho menos. Tampoco me dejo llevar por las profecías Mayas, ni por la revelaciones de la Biblia, ni por las premoniciones de numerosos escritores de ciencia ficción que han aventurado un mundo ‘distópico’. Esas son sólo referencias. Lo mío es sólo una tincada que se sustenta en hechos diarios, en la vida cotidiana.

imageEl otro día leía el diario El Ciudadano, un medio de comunicación que se escapa de la línea editorial mercantil y conservadora que impone el duopolio que impera en Chile, y pensaba que si todos los mass media dejaran de vender slogans, como toda empresa que ofrece sus productos a sus clientes, y actuaran con la convicción de que el buen periodismo existe, contribuirían a forjar una comunidad más lúcida y atenta a las artimañas de las sombras del poder. Pero en la práctica no hay nada de eso.

Compartía unas cervezas con uno de mis grandes amigos y discutíamos acerca de lo que yo considero uno de los peores roles que se pueden desempeñar en esta vida –peor incluso que el de un magnate prepotente, hipócrita, corrupto y repulsivo–: ser narcotraficante. El naimagerco, que comienza vendiendo en su población y que luego se enriquece a costa de cientos de jóvenes consumidos por la droga, le hace un flaco favor a los poderosos, porque inhabilita inmediatamente a un gran número de jóvenes. Es evidente: es más peligroso un joven que piensa a un joven que roba. Pero ellos continúan con su negocio al amparo discreto de otros poderosos que aparecen sonriendo en pantalla.

Pienso que el sistema, como un plan ideado por los que tienen el poder, ha funcionado prácticamente bien, como piezas de ajedrez dispuestas de manera estratégica en el tablero para garantizar un Jaque Mate con escazas posibilidades de revertirlo. Una jugada perfecta que hasta el momento ha tenido escasos reveses.

La solución no se aprecia por ningún lado. No soy anarquista, no reniego del sistema, porque, en rigor, todo es un sistema, desde el sistema solar hasta el sistema digestivo, pero los sistemas deben funcionar correctamente. No pretendo instaurar una revolución, el sistema ya está establecido y no queda otra opción que convivir en él. Tampoco creo en la evolución, o en una evolución positiva, digámoslo así. Y no me gusta hablar de que el mundo cambia constantemente, porque el mundo no tiene nada que ver en este asunto.

Somos los habitantes los que nos dirigimos hacia unimagea dirección que a todas luces parece ser peligrosa, pero que si fuera por la voluntad de la mayoría, estoy casi seguro de que sería distinta. Mientras haya que hacer un esfuerzo de parte de cada uno de nosotros, la posibilidad de que cambiemos el rumbo es prácticamente imposible, pues la desidia es mayor. Como dijo una vez Saramago, si queremos vivir mejor, debemos cambiar nuestra forma de vivir. Y no estoy seguro de que alguien esté dispuesto a hacerlo.

jueves, 6 de enero de 2011

Declaremos al mundo entero Patrimonio Cultural

Me niego a creer que en un futuro no muy lejano debamos vivir obligadamente en edificios de numerosos pisos y de aspecto lúgubre, desprovistos de cualquier estética, con el argumento de que la población se está incrementando y que se trata sólo de un ciclo natural llamado desarrollo al cual debemos someternos.

imageConocí a Ignacio Agüero en el taller literario al que asisto casi todos los días. Es un reconocido documentalista chileno por obras como “El diario de Agustín”, “Cien niños esperando un tren”, y “Aquí se construye”. Éste último fue el que vi ayer. Se trata de la desaparición de un barrio residencial de Santiago, en el que habita un biólogo que se niega a dejar la zona, pese a que su hogar se ve cada vez más arrinconado por la construcción de enormes edificios que lo rodean, y al ensordecedor ruido de las máquinas demoledoras que destruyen todo a su paso.

Este documental retrata una realidad que se está viviendo no sólo en Santiago, sino también en otras ciudades de otros países que ostentan el emblema del desarrollo y de la modernidad como una forma de dominación sin resistencia alguna. Cuando se destruye una casa, se liquida un modo de vida. Se ataca directo a la memoria emotiva de uno o varios ciudadanos, que de pronto ven desaparecer el paisaje de su infancia, y que no tienen más opción que recurrir a los recuerdos del lugar en el que alguna vez habitaron.image

Destruir hogares, por muy viejos que sean, para construir edificios modernos, por muy modernos que sean, no se trata de un ciclo natural, como algunos lo pudieran catalogar. Natural es que nazca un niño, que crezca y se desarrolle física e intelectualmente. Lo otro es el vago criterio de una empresa inmobiliaria –que no se preocupa de cuánta población exista en el mundo– que determina construir en un determinado lugar porque allí, según calcularon, es más rentable que allá. Y punto. En realidad, no es ninguna novedad lo que digo, y ante eso no queda otra opción que declarar a todo el mundo Patrimonio Cultural.

miércoles, 5 de enero de 2011

¡Locos por vivir!

La verdad es que no admiro a nadie con exaltación. No tengo a ningún ídolo a quien rendirle culto. No me jugaría la vida por el autógrafo de nadie, y no soy ningún presumido. Yo admiro a las personas que viven con entusiasmo, que no se cansan de buscar nuevos caminos y que se enamoran de su existencia: Admiro a las personas que están locas por vivir, y de ellos no necesito firmas, pues me basta con conocerlas.

A propósito, ayer en el taller de Francisco Mouat, asistió el poeta Erick Paulhammer, a quien escuché atentamente hasta sus últimas palabras ya arrastradas por el efectimageo indeclinable de unas cuantas copas de vino. Qué puedo decir de él: que es un tipo fascinante, digan lo que digan y haga lo que haga. Está más loco que nunca, pero sabe lo que es vivir. A mí me cuesta entender a las personas que nada las mueve en la vida y que nada les parece digno de brindarle un momento de reflexión; que nada les sorprende ni les inquieta. Todas ellas son personas muertas. Muertos vivientes, que viven sólo porque respiran, pero nada más.

“¿Y por qué debería interesarles algo?” El mismo Paulhammer dijo en uno de sus tantos delirios filosóficos algo parecido, y agregó incluso que esas personas –las que viven sin el menor interés de demostrar nada a nadie, ni siquiera a ellos mismos– son las más admirables de todas. Y en cierta medida, tiene razón. Sería una tontería andar por ahí exigiéndole a todo el munimagedo que tenga los mismos intereses que uno, o que se invente algunos, si es que no tiene. Por ningún motivo, vivir la vida no se trata de una imposición.

Ya sé, ya me lo han dicho varias veces y de distintos modos, aunque siempre con eufemismos –yo lo digo tal cual–, vivimos en un mundo repleto de gente, en su mayoría desinteresada y aburrida, que no espera nada de ella, ni hoy ni mañana, y que sólo pretende vivir “tranquila”, siguiendo el ciclo de vida impuesto por el sistema que el mismo ser humano ha forjado, pero del que no me hago cargo ni pretendo imitar equivocadamente. A saber: el colegio, la primera tajada a la libertad. La universidad, cuna de la ignorancia y del conocimiento envasado. El trabajo o la tortura, que es lo mismo, etimológicamente hablando, para luego producir y consumir. La jubilación, cuando ya estás cansado de vivir. Y por último, morir… ¿para recién vivir? No, gracias.

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“Las únicas personas interesantes para mí son las que están locas, locas por vivir, locas por hablar, locas por ser salvados, deseosos de tener todo a la vez, los que jamás bostezan ni dicen cosas intrascendentes, sino que arden, arden, arden, como esas fabulosas velas romanas que explotan como arañas entre las estrellas para dejar una luz azul central que al explotar hace que todo el mundo quede boquiabierto y exclame: ¡Ahh!”
Jack Kerouac